Por: Juan Diego Perdomo Alaba
Camilo,
un guarda de seguridad de 25 años sale de la pequeña habitación donde vive arrendado y toma una buseta llena a
reventar. Va hacia su trabajo en el centro de la ciudad que está a poco más de
media hora.
El
sopor castiga inclemente a los pasajeros, unos sentados, otros de pie,
apretujados, hurgando algún pequeño
espacio para acomodarse sin ser estropeados por el vecino. Un roce o golpe
involuntario es una afrenta, casi un duelo.
Camilo
encuentra un lugar en la mitad y justo cuando baja la mirada, estrella sus ojos
con los de una hermosa mujer de piel cobriza y cabello ondulado negro azabache
y abundante, con olor a bálsamo y sol.
Ella
voltea su rostro y sonríe cautamente. Los puestos de adelante se desocupan, él
no se inmuta, no quería perderla de
vista. 15 minutos después, dos
puestos atrás de donde la mujer estaba,
una señora se paró, él giró, y tomó el
asiento con rapidez.
Posó
su vista en ella pensando en lo magnífico
que sería pasar el resto de su vida haciéndola feliz. En lo orgulloso
que se sentiría presentándosela a sus compañeros de trabajo y a sus amigos del
equipo de fútbol donde juega de portero.
La
joven de blusa café y bluyín ajustado a la altura de la rodilla, fingía no
saber que por la cabeza de Camilo, los tacones de su boda con él eran dorados y
escarchados.
Él
busca la manera de tener un segundo contacto visual que le indique que es justo
iniciar una conversación a pesar de distancia. No ocurrió; pero cuando él quiso
desistir, de reojo la atrapa asestándole
una mirada que invitó a tomar un riesgo.
A
pocas cuadras de llegar al paradero, saca una libretica argollada, un lápiz y
escribe: “Sólo si lo deseas, quisiera me llamaras a este número: 6789543. Si no,
quiero hacerte saber que eres la mujer más bella que he visto en mi vida. Dios
bendiga y guarde tu vida y hermosura. Camilo”.
Arranca
la hoja y se levanta algo sudoroso y con
un nudo en la garganta. Con arrojo y decisión, se acerca a su puesto, le toca
el hombro y entrega la nota. Ella lo
observa y sonríe tímidamente como
amándolo en silencio. El modesto empleado se baja y corre tan rápido que ella
lo pierde de vista en segundos.
Laura
Gonzaga de 22 años, recién separada y estudiante de Economía, era portadora de VIH. Iba por enésima
vez a su EPS por una orden para iniciar un
tratamiento que le brindara una mejor calidad de vida.
De
ella sólo quedaba una belleza natural que fácilmente podía resaltar, pero el
virus estaba destruyendo su sistema inmunológico provocándole dolores
insoportables, convulsiones y múltiples
infecciones en todo el cuerpo.
No
abre la nota hasta que le entregan el turno, se sienta, aún están por pasar 200
personas antes que ella. No ha terminado de leer la última frase cuando rompe
en llanto y sale del lugar para llamarlo. Laura se desploma súbitamente y
palidece como la hoja que yace en su mano y que aprieta tan fuerte como protegiendo
la cura para su mal. Su última esperanza. Un soplo de vida.
Camilo
sigue sin entender qué pasó, si cuando la sorprendió mirándolo no hubo
necesidad de letras; ella lo había dicho todo.
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