sábado, 27 de julio de 2013

La última mirada

Por: Juan Diego Perdomo Alaba

Camilo, un guarda de seguridad de 25 años sale de la pequeña habitación donde vive arrendado y toma una buseta llena a reventar. Va hacia su trabajo en el centro de la ciudad que está a poco más de media hora.

El sopor castiga inclemente a los pasajeros, unos sentados, otros de pie, apretujados,  hurgando algún pequeño espacio para acomodarse sin ser estropeados por el vecino. Un roce o golpe involuntario es una afrenta, casi un duelo.

Camilo encuentra un lugar en la mitad y justo cuando baja la mirada, estrella sus ojos con los de una hermosa mujer de piel cobriza y cabello ondulado negro azabache y abundante, con olor a bálsamo y sol.

Ella voltea su rostro y sonríe cautamente. Los puestos de adelante se desocupan, él no se inmuta,  no quería perderla de vista.  15 minutos después, dos puestos  atrás de donde la mujer estaba, una señora se paró, él giró,  y tomó el asiento con rapidez. 

Posó su vista en ella pensando en lo magnífico  que sería pasar el resto de su vida haciéndola feliz. En lo orgulloso que se sentiría presentándosela a sus compañeros de trabajo y a sus amigos del equipo de fútbol donde juega de portero. 

La joven de blusa café y bluyín ajustado a la altura de la rodilla, fingía no saber que por la cabeza de Camilo, los tacones de su boda con él eran dorados y escarchados.

Él busca la manera de tener un segundo contacto visual que le indique que es justo iniciar una conversación a pesar de distancia. No ocurrió; pero cuando él quiso desistir, de reojo la atrapa  asestándole una mirada que invitó a tomar un riesgo.

A pocas cuadras de llegar al paradero, saca una libretica argollada, un lápiz y escribe: “Sólo si lo deseas, quisiera me llamaras a este número: 6789543. Si no, quiero hacerte saber que eres la mujer más bella que he visto en mi vida. Dios bendiga y guarde tu vida y hermosura. Camilo”.

Arranca la hoja  y se levanta algo sudoroso y con un nudo en la garganta. Con arrojo y decisión, se acerca a su puesto, le toca el hombro y entrega  la nota. Ella lo observa  y sonríe tímidamente como amándolo en silencio. El modesto empleado se baja y corre tan rápido que ella lo pierde de vista en segundos.

Laura Gonzaga de 22 años, recién separada y estudiante de Economía,  era portadora de VIH. Iba por enésima vez  a su EPS por una orden para iniciar un tratamiento que le brindara una mejor calidad de vida.

De ella sólo quedaba una belleza natural que fácilmente podía resaltar, pero el virus estaba destruyendo su sistema inmunológico provocándole dolores insoportables, convulsiones  y múltiples infecciones en todo el cuerpo.

No abre la nota hasta que le entregan el turno, se sienta, aún están por pasar 200 personas antes que ella. No ha terminado de leer la última frase cuando rompe en llanto y sale del lugar para llamarlo. Laura se desploma súbitamente y palidece como la hoja que yace en su  mano y que aprieta tan fuerte como protegiendo la cura para su mal. Su última esperanza. Un soplo de vida.


Camilo sigue sin entender qué pasó, si cuando la sorprendió mirándolo no hubo necesidad de letras; ella lo había dicho todo.  

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